martes, 25 de abril de 2017

EL GRITO DE ANTÍGONA



No recuerdo bien la ocasión en que vi el edificio de Antígona por primera vez, pero supongo que habrá sido en los primeros días en que llegué a vivir al puerto de Tampico, durante mi infancia, cuando el paisaje urbano del centro histórico no dejaba de parecerme sino monótono y desangelado por su descuido rampante.

Sin embargo recuerdo bien la primera ocasión en que entré al edificio en el 2013, en que contemplé su centenario árbol surgiendo imponente sobre una escalera de concreto (varias décadas más reciente al árbol) abierto como el colapso de una civilización. Presentaba una obra Toztli Abril de Dios, actriz mexicana recién repatriada de Europa y que después se convertiría en gran amiga, y asistían como público grandes amigos como Paula Belli y Cruz Lisandro, invitados de argentina, y tampiqueños de toda la vida como Rodrigo Vite y Melina Martínez.

De súbito aquel edificio invisibilizado en mis recuerdos adquiría un carácter intrépido habitado por personajes angustiados hechos de cera y animados por una mano decidida, y el enorme árbol (¿orejón?) prestaba su potencia antigua y sagrada como paso de gato para el servicio del acontecimiento escénico.

En el mito griego, Antígona es la voz que exige conciencia sobre los ritos funerarios. Respetar los restos, nos recuerda el mito, es la condición mínima que nos exige la historia para brindarnos su legado humano. Como bien sabemos, en el mito de Antígona todo acaba mal; desatender la memoria por la estupidez de las leyes reanima los escenarios de la destrucción.

Ignoro el motivo por el cuál Teatro para el Fin del Mundo otorgó a aquel edificio el nombre de Antígona, junto a la larga colección de nomenclaturas del desastre en la geografía del puerto, pero adivino en el presente una significación oculta.

En los últimos meses varias ciudades del país han sido colonizadas por el lema de publicidad turística “Orgullo tamaulipeco”. Para un yucateco, michoacano o sud bajacaliforniano seguro surgirá la pregunta: ¿orgullo de qué? Y sin duda será aún más legítima si presa de la promoción turística deciden visitar el centro tampiqueño.

Convertida en una geografía de la desmemoria, el que fuera el puerto más importante de Latinoamérica hace un siglo hoy es derrumbado de manera continua y sin el mínimo esfuerzo de rescatar registros históricos de vida cotidiana de manera consistente. Es de suponer que para los analfabetas que toman dichas decisiones debe ser motivo de “orgullo” convertir en cenizas el primer puerto industrial del siglo XX mexicano. Qué mas da, pensarán, que el puerto haya sobrevivido a dos invasiones extranjeras con un heroísmo asociado a la inescrutabilidad de su trazo urbano, o haya sido la puerta de entrada y oportunidad de vida para miles de refugiados de múltiples razas durante las dos guerras mundiales, así como el puerto de México con mayor captación migratoria interna durante medio siglo… ¡A la mierda esa historia y esa diversidad! Pues lo importante es tener un Mall que se parezca al de McAllen.

Esa mentalidad obtusa por supuesto tiene consecuencias prácticas (nunca faltara algún vivo diciendo “¿y esos edificios viejos para qué demonios sirven?”). Antígona poseía techos altos propios del estilo constructivo de los años del Nueva Orleans mexicano. Al igual que su referente idílico estadounidense, el puerto se formó por mezclas. Migrantes alemanes, franceses, griegos, huastecos, yucatecos y libaneses (entre otros) descubrieron juntos que (además de servir espléndidamente como escenarios teatrales) aquellas construcciones evitaban el calor.

En un entorno tropical descarado, sus habitantes ahora sufren la estúpida obstinación de construir casas que asemejen las del Valle de Texas, donde las condiciones climatológicas son claramente distintas. Por ello, media ciudad prende el clima todo el día y la otra mitad se pudre de calor. ¿Y en Antígona? Muchos podemos dar testimonio de que era un lugar de brisa; micro-clima que no es fortuito. Lo menos que se puede esperar de un edificio es que sea un lugar agradable para estar. No en vano fue sitio de peregrinación y trabajo artístico voluntario y generalmente no remunerado para gente de todo el mundo.

En una de las últimas ocasiones en que visité Antígona lo hice acompañado por integrantes de la revista finlandesa de arte contemporáneo “Nur”. Recuerdo que el sitio les causó una enorme impresión e hicieron una reseña del mismo destacando la tensión entre el arte manifiesto en las distintas instalaciones escultóricas y la naturaleza ganando terreno con la obstinación de un desastre ineludible. Esa apreciación guardaba una conclusión oculta: al final la naturaleza vencería sobre nuestra brevedad.

La demolición de Antígona y el centenario árbol que la custodiaba no sólo fue una reacción contra las actividades artísticas y culturales no-oficiales (o más bien, anti-oficiales) que ahí acontecían, sino ante la incomodidad por el futuro. Para quienes no vale la pena el paso del tiempo humano, dan igual los actos dirigidos al arte que la naturaleza levantándose. Sin embargo, pese a lo que pudiera pensarse, hay fuerzas más poderosas a la estupidez.

En el último concierto en Antígona, grupos de rock alternativo de la región y sus seguidores tomaron con rebeldía el sitio y lo convirtieron en una sucursal vanguardista de la contra-cultura mexicana. Antígona tuvo en aquel desfogue inusual sus rituales funerarios. Algún día la selva terminará por devorar todo el puerto de Tampico. Antes de eso, no quepa duda, otros jóvenes y otros rituales recrearán el ensordecedor grito de Antígona. Entre tanto, los mismo idiotas contemplarán, indóciles, como todo a su alrededor muere.

Martín Velazco/ Stultifera Navis Institutom

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