¿Y mucho antes de ella que habría?- nos preguntamos al ver devenir en ruina sobre ruina
el cuerpo de casa Antígona. En ella se guarda el ruido de derrumbes
superpuestos unos sobre otros, pedazos que juntos archivan la epidermis mnémica
de una ciudad y de sus ciudadanos; en ella se leen los antepasados de plantas,
bestias y objetos, de afectividades que una vez se tejieron alrededor de ciclos
de barandales débiles, que nunca soñaron ver en la esquina, la sombra de un
restaurante naturista. En ella -última capa de un entierro expansivo- está
el historial dialéctico del hambre de morar.
El espectro de Antígona es un árbol genealógico en
el que vibran nuestras preguntas, nuestros reclamos sobre la memoria del ser
vivienda y su dignidad ruinosa (¿qué condición existencial determina la
muerte de una casa?), hoy las gritamos en esta faz recortada de la calle
Altamira, campo de batalla sobre el derecho de inventar y compartir vida,
adentro de los bordes de una coordenada precisa sobre un mundo que además nos
es común, en términos de Marina Garcés.
El espectro de Antígona es el espectro de todas las
demoliciones forzadas (¿Quién te dijo que esta casa era un cadáver si estaba
cada vez más fuerte?), demoliciones que levantan una secuela emocional
incontenible en el territorio, que avanza lenta y pacíficamente hacia la
inteligencia de la insurrección. Toda la
tristeza de los años reunida en este ángulo de mapadura solo alienta hacia la
subversión de su naturaleza: nadie nos ha movido de ahí, nuestros
pensamientos, nuestros escenarios siguen ahí, volviéndonos cada vez más
presentes en la urgencia de asistir el lenguaje de los escombros simbólicos;
asistirlo en un teatro que se deja arruinar por la consistencia vital de
esa materia que conjuga la resistencia acumulada de la estirpe de las
Antígonas.
Una vez el psicoanalista Gérard Wajcman escribió
sobre la ruina en El objeto del siglo: “El olvido es la memoria de las
ruinas […] Memoria de lo que se olvidó, ilegible, pero ahí, en algún lado.
Cuando ni si quiera habría nadie para acordarse de esto que está ahí. Eso son
las ruinas, escombros de un objeto que forman huella para un alguien eventual.
La ruina es el objeto visible y virtualmente legible. Vestigio perdido en medio
del desierto a la espera indefinida de un descubridor o un descifrador.”
Antígona es el nombre de esa huella que nos pesa colectivamente, en donde por
un intervalo largo se buscó decodificar la densidad del olvido que orilla la
capacidad agencial de todo hábitat derruido, portadora de una réplica segura
hacia las políticas estatales de la memoria, máquinas de borrado de “las
democracias latinoamericanas”. Y a esta altura de las destrucciones, el
espectro de Antígona es un acompañante que aparece a modo de contravestigio,
potencia pura de presente, que nos convoca intensamente para
encontrarnos y confirmarnos que juntos seremos siempre fuertes en medio del
desierto.
Shaday
Larios/ Microscopía teatro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario