martes, 25 de abril de 2017

CONTRAVESTIGIO, POTENCIA PURA DE PRESENTE


¿Y mucho antes de ella que habría?- nos preguntamos al ver devenir en ruina sobre ruina el cuerpo de casa Antígona. En ella se guarda el ruido de derrumbes superpuestos unos sobre otros, pedazos que juntos archivan la epidermis mnémica de una ciudad y de sus ciudadanos; en ella se leen los antepasados de plantas, bestias y objetos, de afectividades que una vez se tejieron alrededor de ciclos de barandales débiles, que nunca soñaron ver en la esquina, la sombra de un restaurante naturista. En ella -última capa de un entierro expansivo- está el historial dialéctico del hambre de morar.

El espectro de Antígona es un árbol genealógico en el que vibran nuestras preguntas, nuestros reclamos sobre la memoria del ser vivienda y su dignidad ruinosa (¿qué condición existencial determina la muerte de una casa?), hoy las gritamos en esta faz recortada de la calle Altamira, campo de batalla sobre el derecho de inventar y compartir vida, adentro de los bordes de una coordenada precisa sobre un mundo que además nos es común, en términos de Marina Garcés.

El espectro de Antígona es el espectro de todas las demoliciones forzadas (¿Quién te dijo que esta casa era un cadáver si estaba cada vez más fuerte?), demoliciones que levantan una secuela emocional incontenible en el territorio, que avanza lenta y pacíficamente hacia la inteligencia de la insurrección.  Toda la tristeza de los años reunida en este ángulo de mapadura solo alienta hacia la subversión de su naturaleza: nadie nos ha movido de ahí, nuestros pensamientos, nuestros escenarios siguen ahí, volviéndonos cada vez más presentes en la urgencia de asistir el lenguaje de los escombros simbólicos; asistirlo en un teatro que se deja arruinar por la consistencia vital de esa materia que conjuga la resistencia acumulada de la estirpe de las Antígonas.

Una vez el psicoanalista Gérard Wajcman escribió sobre la ruina en El objeto del siglo: “El olvido es la memoria de las ruinas […] Memoria de lo que se olvidó, ilegible, pero ahí, en algún lado. Cuando ni si quiera habría nadie para acordarse de esto que está ahí. Eso son las ruinas, escombros de un objeto que forman huella para un alguien eventual. La ruina es el objeto visible y virtualmente legible. Vestigio perdido en medio del desierto a la espera indefinida de un descubridor o un descifrador.” Antígona es el nombre de esa huella que nos pesa colectivamente, en donde por un intervalo largo se buscó decodificar la densidad del olvido que orilla la capacidad agencial de todo hábitat derruido, portadora de una réplica segura hacia las políticas estatales de la memoria, máquinas de borrado de “las democracias latinoamericanas”. Y a esta altura de las destrucciones, el espectro de Antígona es un acompañante que aparece a modo de contravestigio, potencia pura de presente, que nos convoca intensamente para encontrarnos y confirmarnos que juntos seremos siempre fuertes en medio del desierto.

Shaday Larios/ Microscopía teatro. 

UNA BOMBA DE HIDRÓGENO DOTADA DE CONCIENCIA


Cuando estaba preparando HO en aquel espacio, lo oscurecí, estaba sola. Tenía frente a mí un bloque grande de hielo y sobre el las velas, tome el soplete, lo encendí y empecé a derretir todo. De repente vi una luz y empezaron a salir más listones luminosos en todo el cuarto, mi espalda se llenó de escalofríos y algo me hizo salir corriendo para terminar abrazando ese árbol, regrese recogí las cosas y me fui.

Tal vez a veces, ese lugar era una bomba de hidrógeno dotada de conciencia. Santana, el hombre que vivía junto a Antigona,  entraba a su casa. Santana abría el candado del portón en sus manos había una flor de cementerio blanca, cerraba el candado y avanzaba hacia las escaleras, y yo trepada sobre la barda con un pedazo de hielo en mis manos, lo observaba. Santana sigue adentrándose en Antígona, desde su fallecimiento el 11 de mayo.

Recuerdo también que Sabina trepaba en aquel cuarto a una tortuga que caminaba sobre un hilo azul y quebraba su voz al hablar de su abuela, otro chico tocaba un piano de cera en la ventana que da hacia el río, una chica hablaba de sus amores en ese árbol, yo trepaba por una ventana manejando un muñeco con cabeza de mandarina que se convertía en avión y aterrizaba en las manos de Ángel

“Todos tememos al fin, bueno la mayoría, algunos estamos en trámites. Camino descalzo todo el tiempo. Es buena la yerba del verano en ella duermen los sueños de un guerrero, su amor, sus impulsos, en ella los peces se arrebatan, en ella preparo mis músculos para el próximo combate” Algunas de las palabras leídas por Rodrigo Brondo durante la inauguración de Antígona.

Nadia Ros/ Actriz. Colectivo Sonrisa de duende.

EL GRITO DE ANTÍGONA



No recuerdo bien la ocasión en que vi el edificio de Antígona por primera vez, pero supongo que habrá sido en los primeros días en que llegué a vivir al puerto de Tampico, durante mi infancia, cuando el paisaje urbano del centro histórico no dejaba de parecerme sino monótono y desangelado por su descuido rampante.

Sin embargo recuerdo bien la primera ocasión en que entré al edificio en el 2013, en que contemplé su centenario árbol surgiendo imponente sobre una escalera de concreto (varias décadas más reciente al árbol) abierto como el colapso de una civilización. Presentaba una obra Toztli Abril de Dios, actriz mexicana recién repatriada de Europa y que después se convertiría en gran amiga, y asistían como público grandes amigos como Paula Belli y Cruz Lisandro, invitados de argentina, y tampiqueños de toda la vida como Rodrigo Vite y Melina Martínez.

De súbito aquel edificio invisibilizado en mis recuerdos adquiría un carácter intrépido habitado por personajes angustiados hechos de cera y animados por una mano decidida, y el enorme árbol (¿orejón?) prestaba su potencia antigua y sagrada como paso de gato para el servicio del acontecimiento escénico.

En el mito griego, Antígona es la voz que exige conciencia sobre los ritos funerarios. Respetar los restos, nos recuerda el mito, es la condición mínima que nos exige la historia para brindarnos su legado humano. Como bien sabemos, en el mito de Antígona todo acaba mal; desatender la memoria por la estupidez de las leyes reanima los escenarios de la destrucción.

Ignoro el motivo por el cuál Teatro para el Fin del Mundo otorgó a aquel edificio el nombre de Antígona, junto a la larga colección de nomenclaturas del desastre en la geografía del puerto, pero adivino en el presente una significación oculta.

En los últimos meses varias ciudades del país han sido colonizadas por el lema de publicidad turística “Orgullo tamaulipeco”. Para un yucateco, michoacano o sud bajacaliforniano seguro surgirá la pregunta: ¿orgullo de qué? Y sin duda será aún más legítima si presa de la promoción turística deciden visitar el centro tampiqueño.

Convertida en una geografía de la desmemoria, el que fuera el puerto más importante de Latinoamérica hace un siglo hoy es derrumbado de manera continua y sin el mínimo esfuerzo de rescatar registros históricos de vida cotidiana de manera consistente. Es de suponer que para los analfabetas que toman dichas decisiones debe ser motivo de “orgullo” convertir en cenizas el primer puerto industrial del siglo XX mexicano. Qué mas da, pensarán, que el puerto haya sobrevivido a dos invasiones extranjeras con un heroísmo asociado a la inescrutabilidad de su trazo urbano, o haya sido la puerta de entrada y oportunidad de vida para miles de refugiados de múltiples razas durante las dos guerras mundiales, así como el puerto de México con mayor captación migratoria interna durante medio siglo… ¡A la mierda esa historia y esa diversidad! Pues lo importante es tener un Mall que se parezca al de McAllen.

Esa mentalidad obtusa por supuesto tiene consecuencias prácticas (nunca faltara algún vivo diciendo “¿y esos edificios viejos para qué demonios sirven?”). Antígona poseía techos altos propios del estilo constructivo de los años del Nueva Orleans mexicano. Al igual que su referente idílico estadounidense, el puerto se formó por mezclas. Migrantes alemanes, franceses, griegos, huastecos, yucatecos y libaneses (entre otros) descubrieron juntos que (además de servir espléndidamente como escenarios teatrales) aquellas construcciones evitaban el calor.

En un entorno tropical descarado, sus habitantes ahora sufren la estúpida obstinación de construir casas que asemejen las del Valle de Texas, donde las condiciones climatológicas son claramente distintas. Por ello, media ciudad prende el clima todo el día y la otra mitad se pudre de calor. ¿Y en Antígona? Muchos podemos dar testimonio de que era un lugar de brisa; micro-clima que no es fortuito. Lo menos que se puede esperar de un edificio es que sea un lugar agradable para estar. No en vano fue sitio de peregrinación y trabajo artístico voluntario y generalmente no remunerado para gente de todo el mundo.

En una de las últimas ocasiones en que visité Antígona lo hice acompañado por integrantes de la revista finlandesa de arte contemporáneo “Nur”. Recuerdo que el sitio les causó una enorme impresión e hicieron una reseña del mismo destacando la tensión entre el arte manifiesto en las distintas instalaciones escultóricas y la naturaleza ganando terreno con la obstinación de un desastre ineludible. Esa apreciación guardaba una conclusión oculta: al final la naturaleza vencería sobre nuestra brevedad.

La demolición de Antígona y el centenario árbol que la custodiaba no sólo fue una reacción contra las actividades artísticas y culturales no-oficiales (o más bien, anti-oficiales) que ahí acontecían, sino ante la incomodidad por el futuro. Para quienes no vale la pena el paso del tiempo humano, dan igual los actos dirigidos al arte que la naturaleza levantándose. Sin embargo, pese a lo que pudiera pensarse, hay fuerzas más poderosas a la estupidez.

En el último concierto en Antígona, grupos de rock alternativo de la región y sus seguidores tomaron con rebeldía el sitio y lo convirtieron en una sucursal vanguardista de la contra-cultura mexicana. Antígona tuvo en aquel desfogue inusual sus rituales funerarios. Algún día la selva terminará por devorar todo el puerto de Tampico. Antes de eso, no quepa duda, otros jóvenes y otros rituales recrearán el ensordecedor grito de Antígona. Entre tanto, los mismo idiotas contemplarán, indóciles, como todo a su alrededor muere.

Martín Velazco/ Stultifera Navis Institutom

CALLE ALTAMIRA 603


Antígona: El esplendor de un espacio en ruina y abandono. Una vez que un espacio como ese nos ampara entre sus paredes ya no hubo ni habrá marcha atrás. Antígona regalándonos su último aliento. Cobijándonos cálidamente en sus paredes desquebrajadas. Antígona lugar de construcción y deconstrucción. Antígona abriéndonos las puertas a todos, incluso a  su propia muerte. Ahora las paredes de Antígona derribadas.

La demolición de Antígona guarda ahora bajo los escombros nuestro empeño en levantar un espacio, los candados, las cadenas, la basura, duele la muerte de Santana, las caminatas eternas en Tampico, el polvo en la cara y en la ropa, el montaje que imaginé y sin embargo nunca hice en ese lugar…

¿Y si Antígona llega a su fin? ¿Valdría la pena luchar por un instante de sobrevivencia?Habitaría cada rincón, cada esquina, cada grieta y me dolería igual. La inevitable caída de un espacio. El pronóstico insalvable que cada espacio ocupa. Nos levantamos aún considerando que hemos rebasado los esquemas preestablecidos que atañe a los espacios.

Seguro trazaremos otras rutas para continuar la lucha, pues para nosotros, la cartografía de la ruina, el desastre y el conflicto nos supera

¿Y…
si pienso en la idea del derrumbe como una constante
i
n
f
i
n
i
t
a?

Así, derrotada, celebro haber resucitado un instante de belleza en el contexto de la ruina. Bailo y lloro la grandeza de Antígona.


Claudia Recinos/ Actriz. Escena imprudente. 

UNA PUERTA PARA VIAJAR A OTROS MUNDOS


Todo comenzó a mediados de 2014, en la Ciudad de Querétaro, donde Ángel Hernández y yo, tuvimos un reencuentro entrañable, después de haber sido compañeros de generación como jóvenes creadores del FONCA, justamente 10 años atrás.

Fuimos a un bar del Centro Histórico de Querétaro, y ahí se abrió la puerta del TFM para El Ghetto. En ese momento, no teníamos ni la menor idea, de lo que representa para un colectivo escénico participar en este maravilloso festival.

A finales de noviembre de 2014, llegamos al mismísimo TFM, en el puerto de Tampico, para realizar valiosas prácticas en torno al hecho teatral contemporáneo en una sociedad inestable y vulnerable ante escenarios de crimen y violencia.

Aquella vez, realizamos una intervención escénica de La habitación y el tiempo de Botho Strauss, en Haití (antigua fábrica en abandono, ubicada en la Isleta Pérez); que incluía una inesperada ambulancia, donde nuestra compañera Elisa Negrete logró realizar a tiempo real, un tatuaje con el concepto TFM, a un espectador, o más bien, a nuestro querido compañero de batallas Norzita.

Tuve el privilegio de conocer y trabajar en Antígona, antigua casa en abandono, ubicada en aquel entonces, en el corazón del puerto de Tampico; cuando impartí el taller de teatro contemporáneo La Puerta de Tannhäuser.

A mí, como a toda la familia TFM, me llena de profunda tristeza, saber que Antígona, un espacio útil para las manifestaciones artísticas, a favor de la sociedad tamaulipeca, haya sido arrebatado y destruido, por intereses políticos y económicos.

Con mucha nostalgia, recuerdo la magia de aquel viejo árbol de Antígona, incrustado entre los tubos PVC, en esas escaleras que parecían llevar a ningún lado… Ahí se entrelaza la naturaleza con nuestras ciudades de asfalto… Sin duda, Antígona era una puerta para viajar a otros mundos.


Agustín Meza/ Director de escena. Compañía El Ghetto.