Antígona se
convirtió pronto en terreno fértil para la pólvora. En sitio de práctica para la autonomía
que viniera luego a provocar otras realidades a nuestra escena. En espacio tomado por la emergencia teatral de aquel
abril del 2013. En la casa de un árbol que hacia recordar el sentido de la
resistencia. Fue llamada Antígona por
la rebelión y ahora sabemos que también por el sepulcro. Por haberse edificado
en la penumbra de un puerto que no reconoce hasta donde su cuerpo puede
extenderse por la zona limítrofe del mar.
Llegamos a Antígona una
tarde. El lugar era habitado por hombres anónimos que mantenían los vestigios
de una arqueología aun no codificada por los nuestros. Articulamos ahí un inventario
del despojo, del despojo como maquinaria que hace funcionar la ruina asociada a
otras desgracias del tiempo y los espacios. Y en esa maquinaria Antígona tenía
un insecto. Un insecto de especie desconocida que representaba la identidad de
un sitio que se comprendía a sí mismo como clandestino, como edificio de la
memoria del crimen, como instancia comunal de la sobrevivencia para un movimiento
aún improbable.
Llegamos hasta ahí para
construir un bunker con la posibilidad invariable de la permanencia. Lo
amueblamos con los escombros de una civilización pasada en el expediente muerto
de Tampico. Y así, Antígona, fue una provocación para
articular otras realidades en los procesos de intervención que vendrían después
como sistemas de tratamiento continuo: Programas de saneamiento y adecuación.
Instalación de mobiliario electricidad y seguridad. Plataformas enfocadas a
programas de entrenamiento teatral, talleres, laboratorios, conversatorios,
conciertos, exposiciones, proyectos escénicos, fotográficos y cinematográficos. Espacio declarado autónomo
por quienes entendíamos el derecho de aperturar trincheras emergentes de
discusión pública frente a los episodios violentos de la ciudad, materializado
en tierra fértil para el transito libre de ideas y expresiones de
artistas nacionales y extranjeros, situándose como un punto de referencia
critica en la experimentación y generación de procesos multidisciplinarios en
residencia.
Antígona hace unos meses fue
demolida de manera arbitraria. Las máquinas llegaron sin previo aviso y
comenzaron a echar abajo no solo cuatro años de ocupación, si no más de ochenta
de historia. Desalojaron a dos familias. A quince gatos y seis perros.
Demolieron la escalera. Mataron el árbol. Y el tráfico vial frente a la avenida
fue suspendido durante tres horas. Luego, la vida continuó su curso.
Quizá algunos notaron que
algo faltaba en esa esquina. Nosotros no quisimos reconocer el cadáver.
Asegurar que se trataba del sitio donde alguna vez nos encontramos. Comparar
sus restos con los nuestros. Reconocernos en el silencio que ampara el dolor de
la materia desfallecida. Del llanto compartido descrito por Kapuściński en El
Imperio cuando ve derrumbarse a sus pies el casco antiguo de Ereván a
consecuencia de los bulldozers, para luego atestiguar la llegada de bloques
de concreto que conformaran un multifamiliar en su sitio.
Sabemos que el carácter del
programa de ocupación adoptado por Teatro para el fin del mundo radica
en la ocupación temporal de espacios comprendidos en el olvido y la violencia.
Sabemos que el carácter de esta práctica puede relacionare con episodios de
memoria testimonial reflejada en la arquitectura efímera del desastre, pero
también sabemos que su demolición no puede sino ser considerada un crimen. Un
crimen a la memoria de una ciudad, que quedará archivado como uno de muchos atentados
cometidos contra edificios en ruina en este país y en el mundo. Depredar la
ruina se ha vuelto una práctica común entre los que desean ver extinta la
ciudad bajo la promesa del progreso, entre los que la ciudad es un proyecto de
explotación a corto y largo plazo, los que han atentado contra las geografías
de la historia común de nuestras sociedades sin suponer que en sus instancias
del despojo radica una declaratoria contundente del pasado, una interpretación
indispensable del presente y una clara expectativa de futuro para las prácticas
escénicas en autonomía.
Hoy, encendemos la luz de
una vela por Antígona al saber que finalmente ha sido demolida.
Demolida pero no arrancada de sus cimientos. Sabemos que sus restos
quedarán bajo la tierra de otras sociedades futuras. Sabemos que nos ha hablado
con claridad tanto de desaparición como de resistencia y sabemos finalmente que
aquí, será siempre recordada por los muertos.
Ángel Hernández/ Teatro para el fin del mundo